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Con un cariñoso recuerdo a
mis compañeros de La Salle,
vivos y fallecidos, sobretodo
a los últimos.

La foto de primero de primaria llega a mis manos con sesenta años de atraso. Teníamos siete años. Estamos formados en cuatro filas escalonadas posando muy quietecitos y obedientes. Al fondo, las inolvidables palmeras y balaustradas del colegio. Tomo una lupa para ver bien nuestros rostros. Sorprendentemente, el menos familiar es el mío. A mis compañeros los reconozco inmediatamente, me brotan sus nombres y las impresiones que guardo de cada uno de ellos. Todos miramos tranquilamente al fotógrafo, salvo Tamayo que alarga su cuello como si quisiera entrar con su incisiva mirada a las entrañas de esa caja negra para descifrarla.
Todavía con la foto en la mano me pregunto: ¿éramos inocentes el año 1942?, ¿Estuardo Bolognesi inclusive?, ¿Napo Noriega? ¿Luis Barrios? ¿Fui yo alguna vez inocente? ¿Eran inocentes los que aparecen con pantalones bombachos ?o golf, o “aguanta caca”, como también le decían?? ¿Sería inocente Pérez Rosas que aparece con corbata? ¿Y esos compañeros que están con pantalón corto e impecables camisas blancas serían inocentes?
Pues, claro que sí, todos éramos inocentes -Estuardo Bolognesi inclusive-. A esa edad cumplíamos todas las características de un ser inocente: 1- Carencia de malicia. 2- Incapacidad de hacer mal a alguien. Y 3-, la más importante, estábamos libres de toda culpa y pecado. Pero ese estado de inocencia conllevaba un peligro: se nos podía engañar con facilidad. Y esto también es una característica de un ser inocente.
Gran parte de nuestro candor se debía a nuestra corta edad. Se decía -no sé si hasta ahora- que uno era inocente “hasta llegado el uso de razón” y eso se adquiría justo a partir de los siete años.
Pero había otra situación más importante que nos hacía inocentes el año 1942 y era que no había televisión ni revistas ni periódicos con fotografías que mostrasen los horrores de lo que pasaba en el mundo. Tampoco se explicitaba la oferta de las tentaciones terrenales como el sexo o el alcohol.
A lo anterior debemos añadir que no percibíamos, no considerábamos o no temíamos el descontento social, sea porque nuestras familias -de clase media- eran ajenas a los movimientos revolucionarios o porque eran enemigas de ellos. También podría ser porque las fuerzas represivas del gobierno de Benavides y el continuismo de Prado callaron a la oposición. No recuerdo de niño haber oído, leído, ni visto manifestaciones violentas de trabajadores o estudiantes, ni huelgas, ni bombas, ni cargas policiales, ni rochabuses, ni gases lacrimógenos. Ni siquiera había violencia en el Estadio Nacional, cuya cancha no tenía mallas alrededor que impidiesen la entrada del público.
Otro factor que contribuía a nuestro candor virginal era la ausencia de criminalidad. Vivíamos tranquilos en nuestras casas, en nuestro barrio. Podíamos jugar en la calle, sin temor a robos, asesinatos, secuestros, o simplemente sin riesgo de ser atropellados. Lima era una ciudad segura y tranquila. No sabíamos lo que era droga ni narcotráfico. El único patrullero de la policía para todo Lima era una vieja camioneta. Esto lo sé bien porque venía a casa algunas noches a recoger a mi padre, mayor de la Guardia Civil, cuando le tocaba hacer la ronda nocturna por las comisarías.
Tampoco sabíamos lo qué era la inestabilidad familiar. La madre en casa. El padre en un trabajo en el que llevaba varios años. Todos en Lima, todos vivos, todos sanos.
Pero aparte de nuestra confianza en los hombres, había un factor muy importante que contribuía a la inocencia y era que creíamos estar en manos de Dios. Esto es: si eras bueno Dios te ayudaría en todo. Si eras malo Dios te castigaría. Y como nosotros éramos buenos no nos podía pasar ninguna desgracia.
Todo esto nos lo enseñaba el hermano Félix, un ángel con sotana, a quien queríamos porque él nos adoraba. Lamentablemente, sus enseñanzas fueron eclipsadas por el catolicismo que se practicó hasta 1962, fecha del Segundo Concilio del Vaticano convocado por ese gran revolucionario que fue Juan XXIII. Éste puso fin a la retrógrada institución y la convirtió en una iglesia moderna donde la participación de los feligreses es alegre y optimista. Pero en nuestros tiempo se nos indoctrinaba en el temor de Dios como si el Señor fuese seguidor de Maquiavelo que aconsejaba al príncipe gobernante que más importante es ser temido que amado, porque el amor depende de los otros y por tanto es casquivano y poco fiable. En cambio, el temor depende del que manda. Está en sus manos que el pueblo le tema y obedezca.
Claro, a nosotros nos impactó más el temor de Dios que el amor al Señor, y por ello nos portábamos bien, de otra manera nos esperaba el fuego eterno. A este temor debemos agregar el impacto que nos causaban los ritos necrofílicos: Jesús clavado en la cruz desangrándose encabezaba todos los salones del colegio; cuadros descriptivos de la tortura del Vía Crucis colgaban en todas las iglesias; la Eucaristía “come mi cuerpo y bebe mi sangre” era un acto tan incomprensible como conmovedor que practicaban los grandes. La misa en latín y de espaldas a los feligreses era solo la punta del iceberg que hacía aún más misterioso el rito. Ni qué decir sobre la Semana Santa cuando no se podía reír ni jugar, ni hablar en voz alta. Todos vestidos de luto, sin música pagana en el radio.

Tanto por naturaleza como por temor fuimos niños buenos e inocentes. Es más, al no haber hecho siquiera la Primera Comunión no teníamos nada que confesar ni nada de qué ser absueltos. Éramos inocentes. Tan inocentes como los ángeles, como el hermano Félix.
¿ Quiénes eran los malos para nosotros de siete años? Pues los únicos malos eran los judíos que mataron a Jesús.

Guardo la fotografía y necesariamente viene a la mente la otra pregunta: ¿cuándo perdimos la inocencia? Esto es difícil de responder. Pero aunque cada caso es diferente, hay etapas bastante homogéneas que nos permiten arriesgarnos a tomar al toro por los cuernos.
Una primera aproximación a la cuestión sería considerar que la educación del colegio nos inducía a pensar en la inocencia como sinónimo de castidad, o sea: la observancia del sexto mandamiento. Claro que con los años aprendimos que la práctica del sexo, antes o fuera del matrimonio, y aún su exceso, es el más inocuo de los pecados. El incumplimiento del sexto mandamiento es, posiblemente, un pecadillo al que Dios -si existiera como la mayoría cree, y tomara en serio su trabajo como muchos esperan- no debería dar importancia.
La inocencia la perdimos no cuando nos masturbamos o fornicamos o fuimos adúlteros, sino cuando dejamos de temer a Dios y comenzamos a temer a los hombres.
Intentaré explicarme. El más duro golpe a la inocencia es saber que Dios no protege a nadie, eso lo sufrimos en carne propia al ver que no protegió al mejor de nosotros, a José Torero. Pepe era bueno en todo: en estudios, en deporte, en caballerosidad. Un buen compañero y mejor hijo. Pues bien, Dios no lo protegió de la muerte, se fue a los 14 años y con él empezó a resquebrajarse nuestra inocencia.
Nos alejamos de la edad de la inocencia cuando vimos que la muerte no sólo se llevaba a nuestros padres, algo doloroso pero natural, sino también a alguno de nuestros hijos, como a mi hijo David que murió a los 24 años, magnífico chico, un José Torero diría yo.
Las muertes de los jóvenes no son un buen ejemplo de la justicia divina porque, mientras tanto, muchos sujetos perversos gozan de buena salud y larga vida. Por lo tanto es difícil creer -no imposible claro está- que Dios sólo protege a los buenos. Dios debe tener asuntos más importantes que meterse en nuestras vidas.
Dirá la Iglesia que los deseos de Dios son inescrutables, pues bien, si son tan inescrutables ya no podemos decir tan campantes que si somos buenos Dios nos protegerá. En otras palabras, a estas alturas nadie sabe lo que hace Dios, ni cuales son sus reglas. Sus deseos son inescrutables. Sí, inescrutables, impredecibles, incomprensibles.
También perdimos la inocencia cuando vimos que la Iglesia es una institución como cualquier otra, con curas buenos, otros regulares, y también malos y muy malos.
Debido a todo esto muchos ya no tememos a Dios. Hemos visto que no protege a hombres buenos que sufren persecución, ni a niños famélicos, ni a mujeres violadas o maltratadas por sus maridos, ni a viejos sin asistencia médica, ni a millones de pobres que pueblan la tierra. Ellos son en todo caso bienaventurados.
Por lo menos en la tierra no hay garantías para los que se portan bien, ni para los que se portan mal. Si ahora muchos nos portamos bien no lo hacemos por temor a Dios, sino porque creemos en lo que dice Kant: “actúa en forma tal que tu conducta pueda ser tomada como norma universal para todos los hombres en tus mismas condiciones”.
Ahora es a los hombres a quienes tememos, a aquellos que mutilan almas y cuerpos. Perdimos la inocencia cuando nos enteramos de que existe la crueldad, la maldad, la corrupción, el hambre, la miseria humana, la insolidaridad, la injusticia. Perdimos la inocencia cuando vimos que no siempre “el que estudia triunfa” y dudamos que sólo los buenos se van al cielo y los malos al infierno, porque para consuelo de nosotros, los pecadores, se dice que Dios es infinitamente misericordioso.
Perdimos la inocencia cuando perdimos las esperanzas en los políticos, en las instituciones del país. Perdimos la inocencia cuando no hicimos nada o muy poco por los demás, por los desamparados. Cuando volteamos la cara al otro lado para no ver la pobreza y las condiciones en que vive nuestro pueblo.
Nadie puede ser inocente después de ver que el crimen queda impune y que la gente admira al asesino y al ladrón, en vez de compadecerse por la víctima. Perdemos la poca inocencia que quizá nos queda en algún rincón de nuestra conciencia, cada vez que vemos la CNN, cada vez que tomamos precauciones para que no nos asalten, cada vez que tememos que nos engañen. La malicia domina gran parte de nuestras acciones. Ya no somos inocentes.

¿Duele haber perdido la inocencia? En parte sí, dirán muchos. El mundo feliz ha quedado atrás y, peor que eso, tenemos muchas dudas de que pueda mejorar. Ahora, sesenta años después de la foto de primero de primaria, se ve un mundo agresivo, codicioso, falso. No sólo se ha perdido la fe en Dios, sino también la fe en los hombres y en sus líderes.

Ante el cuadro deprimente y catastrófico que acabo de esbozar, podríamos vislumbrar que la conclusión fuese igualmente negativa en cuanto a nosotros, los que hemos acabado el colegio hace 50 años. Paradójicamente no es así: somos más felices que antes. ¿Por qué? Quizá porque tenemos más confianza en nosotros, más confianza en los amigos, más confianza en la familia.
Por eso me identifico con la cara de felicidad de mis antiguos y queridos compañeros de La Salle que aparecen en las fotos de los almuerzos mensuales que organizan desde hace algunos años. No hay duda de que son felices a pesar de haber perdido la inocencia hace ya muchas décadas. Después de todo, quizá se deba a que tenemos la felicidad, la suerte y el orgullo, de haber sobrevivido a todos los avatares de la vida. Quizá sonreímos porque aceptamos que las cosas de la vida son así y no se pueden cambiar. Pero en lo que no hay duda es que sonreímos con derecho porque estamos juntos, porque somos amigos, porque la educación que recibimos nos hizo ser buenas personas. Esto es algo de lo que deben estar orgullosos nuestros maestros y progenitores.
La edad de la inocencia fue algo tan bueno que no la olvidamos, la llevamos siempre con nosotros a pesar de haberla perdido.

Herbert Morote
Madrid, agosto 2002