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Sería lógico pensar que César Vallejo estuviese enterrado
en el cementerio Père Lachaise de París, el camposanto más
famoso del mundo, donde reposan escritores, artistas, pintores, cantantes
y bohemios famosos. Caminar por ese cementerio es dar un tour cultural a
nuestra civilización. Encontramos, por ejemplo, bajo un romántico
mausoleo gótico al teólogo Abelardo finalmente junto a su pupila
Eloísa, el amor imposible del siglo XII. Un poco más allá está La
Fontaine, el fabulista. Al leer atentamente los nombres de las lápidas
uno se queda conmovido al constatar que verdaderamente existieron aquellos
hombres y mujeres cuya sabiduría y arte han iluminado nuestras vidas.
Así, podemos leer Moliere en una lápida, en otra Balzac. Pero
no todos son franceses, allí yace Oscar Wilde cuya lápida está cubierta
de besos de hombres y de mujeres que dejan las huellas del carmín
de sus labios. Pintores y escultores hay muchos, Delacroix, Ingres, Modigliani.
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También hay músicos como Chopin o cantantes como la Callas,
Edit Piaff o el roquero de The Doors, Jim Morrison, cuya lápida es
constantemente troceada a golpe de martillo por sus seguidores para llevarse
un recuerdo; ahora la administración ha tenido que poner cámaras
para disuadir a los fanáticos que están a punto de destrozar
su cuarta lápida.
En el cementerio Père Lachaise también
pidió ser enterrado el famoso escritor guatemalteco Miguel Ángel
Asturias, premio Nobel 1967.
César Vallejo -que no desentonaría en la pléyade de
personalidades del Père Lachaise- no fue enterrado allí sino
en el cementerio Montrouge que queda casi al extremo opuesto de la ciudad.
Este es un cementerio para clase trabajadora, y cuando uno dice “clase
trabajadora” quiere decir clase pobre. Así lo pensaría
Vallejo.
El entierro se realizó 19 de abril de 1938, es decir cuatro días
después de ese Viernes Santo en que murió Vallejo sin que los
médicos supieran diagnosticar su enfermedad, pero él sí.
Vallejo murió de pena y de vergüenza ajena. De pena, porque se
dio cuenta de que ya no tenía fuerzas físicas para seguir luchando
por sus ideales, y cuando ya no se puede luchar por la causa lo mejor es
matarse, escribió años después su compatriota José María
Arguedas antes de pegarse un tiro en la cabeza.
Vallejo murió también de vergüenza ajena porque vio la
más horrenda derrota de las aspiraciones de una cultura plural y solidaria
en manos del franquismo. La guerra civil española fue la lucha de
los intelectuales progresistas de todo el mundo contra la barbarie militar.
En otras palabras, lo que se jugaba era más que el país, era
el futuro de una causa universal. Esta situación atormentaba a Vallejo
que, al verse impotente para ayudar al “voluntario de España,
miliciano de huesos fidedignos”, confesaba: “No sé verdaderamente
qué hacer, dónde ponerme; corro, escribo, aplaudo, lloro, atisbo...
y quiero desgraciarme”. Por eso sus últimas palabras no fueron
para el Perú ni para el Santiago de Chuco de sus amores y recuerdos,
eso hubiera sido nostálgico, pero cómodo. No, Vallejo quería
morir como vivió: luchando. Y que mejor batalla que la que se daba
en España en esa hora crucial de la humanidad. Así, él,
Vallejo, mientras agonizaba pedía delirando ardiente de fiebre, no
fusiles ni ametralladoras, que él como hombre pacífico no tenía
ni idea de cómo usarlos, sino “navajas”, una arma quizá más
familiar y sin duda más heroica para el enfrentamiento de un poeta
contra la bota militar que amenazaba por doquier al mundo. Lamento ver en
los tiempos en que escribo esta reseña que el poder bélico
sigue amenazando a la humanidad.
Quien busque la tumba de Vallejo en
el cementerio Mountrouge (Monte Rojo) no lo encontrará allí. En 1970 dejó la compañía
de sus camaradas dolientes de la “clase trabajadora” del Montrouge
y fue llevado al cementerio Montparnasse (Monte Parnaso) de la alta burguesía
parisina. No sé las razones que tuvo su esposa Georgette para luchar
y conseguir tal cambio, posiblemente quiso ponerlo en el cementerio donde
reposa también la madre de ella, es decir la suegra de Vallejo, y
esto de estar con la suegra tiene muchas lecturas... Quizá Georgette
pensó que el Montparnasse es un cementerio más accesible, la
estación Raspail del metro da a una de sus entradas. O quizá,
también, Georgette buscase para su marido un cementerio “más
decente”. Más ridículo para Vallejo, diría yo.
Cualquiera que fuesen las razones, creo que el autor de Tungsteno debiera
haberse quedado en el Montrouge como testimonio de su lucha y pensamiento,
o debiera haberse trasladado al Père Lachaise para estar en compañía
de escritores tan buenos como él, pero no mejores.
La tumba de Vallejo es difícil de encontrar a pesar del mapa que se
puede solicitar en la oficina a la entrada del cementerio. Hay que tener
cuidado en leer las señales, lo que aparece como avenidas son más
bien calles, y las calles, senderos estrechos.
En todo caso y con paciencia uno puede encontrar la tumba de Vallejo cercado
por lápidas de abogados, médicos, militares de alto rango y
gente de apellidos notables o títulos nobiliarios. Uno sobre otro,
dos grandes, gruesos y relucientes mármoles que evocan la fuerza andina
cubren todo el espacio. Encima su nombre, fechas y un epitafio. Epitafio
que debió ser: “Yo nací un día en que Dios
estaba enfermo, grave.”
Excepto en fechas muy significativas, como el aniversario de su muerte o
el día de los muertos, parece que Vallejo tiene escasos visitantes.
Si usted tiene la suerte mía, podrá encontrar ante su tumba
al más asiduo y fiel visitante, es el catedrático emérito
de la Universidad de París, Abdón Yaranga, un ayacuchano por
sus cuatro lados. Es posible que vea a este catedrático conversando
con Vallejo mientras deja sobre la lápida ramas de ruda, un par de
tunas, dos velas rojas y dos cigarrillos negros que los fuma con dilección.
- Todo tiene que ser en pares de acuerdo a nuestra religión indígena,
que no es panteísta -me explica el viejo profesor-. Nosotros creemos
en Wiracocha, principios de los principios, el origen de todas las cosas,
creador de otras divinidades.
-¿Realmente hablaba usted con Vallejo, profesor?, le pregunté.
-Claro, ¿con quién si no? -me contestó sin titubear-.
Mire usted, entre pitillo y pitillo le pregunté: ¿César
sigues sufriendo? Y me respondió: “Yo no sufro este dolor como
César Vallejo/ Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano,
ni como ateo/, hoy día sufro solamente”. Vallejo quiso continuar
pero lo interrumpí, -continuó el maestro Yaranga- y le dije:
sigues siendo transpersonal y cósmico. Él me respondió: ¿Quién
no tuvo causa, ni falta de causa?
-¿Y qué le dijo usted después de besar su lápida,
profesor?, le pregunté ya consternado.
-Le dije: ¿cuándo regresas al Perú, en vez de estar
andando en París de barrio en barrio? Vallejo me respondió: no volveré al Perú hasta que quede piedra sobre piedra.
Me quedé mudo, creí estar alucinando. Entonces el profesor
Abdón Yaranga sacó su pañuelo y empezó a limpiar
la lápida cantando en quechua “Adiós pueblo de Ayacucho”:
Kawsaspacha kutimusaq/ Perlaschallay/ wañuspaqa mananachá/
perlaschallay.
Al despedirse de mí -que estaba conmovido hasta las lágrimas-
el profesor Yaranga me preguntó: ¿sabe lo que está murmurando
Vallejo? Yo negué con la cabeza. Pues Vallejo dice: indio después
de hombre y/ antes de él.
¿
Por qué pone esa cara, tiene problemas? Háblele a Vallejo,
me aconsejó el profesor emérito. Y luego de darme un cariñoso
abrazo que me llegó al corazón se perdió entre las flores
a paso de colegial.
¿Habrá sido una visión, me puede pasar esto, estaré soñando?
Estas y más preguntas me hice aquel otoño, varios años ha.
No, no había sido una aparición, el profesor Abdón Yaranga
existe, gracias a Dios, a su dios Wiracocha, por lo menos.
Ya sólo ante Vallejo traté de aceptar la realidad. Había
sido un privilegio pasar por aquella experiencia, entonces respiré varias
veces, lenta y profundamente. Luego me senté con cuidado sobre su tumba
y hablé con Vallejo largamente...
Herbert Morote
Madrid, 15 de abril de 2003.
Nota: En medio
de grandes homenajes, Abdón Yaranga se ha jubilado
de la Universidad de París donde era director del Departamento de
Lenguas Oprimidas y Minorizadas, allí enseñaba antropología
y quechua. Ha escrito innumerables libros y artículos prácticamente
desconocidos en el Perú, entre ellos destaca -El tesoro de la Poesía
Quechua-, edición bilingüe publicada con gran éxito en
España en 1994. Actualmente está por terminar el quinto volumen
de una obra monumental: es un diccionario enciclopédico Quechua Español.
Yaranga vive con su esposa Zofía y su hijo Igor en París en
la Rue du Tage Nº 19. Por lo menos una vez al año va a Ayacucho
a continuar sus investigaciones. A pesar de su erudición este maestro
de avanzada edad todavía no encuentra una institución que pueda
publicar su obra magna. Pero él no se arredra y sigue trabajando. “Hermanos,
hay mucho por hacer”.
HM |