LA FÁBRICA
(REVISTA DE ARTE Y LITERATURA
DE CANARIAS. Otoño 1996)
Su resistencia estaba al límite luego de dos semanas remontando el río. Los férreos brazos de Frank se habían alargado. Sus venas resaltaban todo el recorrido sanguíneo. El pulso lo sentía en las sienes recalentadas por el inmisericordioso sol amazónico. Sin embargo, no quería mostrar a Tshumi, el guía, ningún indicio de fatiga y cada vez que éste volteaba la cabeza para escudriñarlo, Frank le sonreía.
Ahora Jeberos, el último poblado que dejó, le parecía tan remoto como Manhattan. Según el mapa ese estrechamiento debía ser la entrada al afluente "Ay pena", calculó. Esperando la respuesta de Tshumi, Frank dejó el remo y revisó la puesta a punto de sus cámaras fotográficas. Finalmente, el guía le confirmó la entrada al misterioso río.
Mientras avanzaban la corriente dejó de sentirse y las ramas de gigantescos árboles formaban un túnel cada vez más tupido, hasta el punto que apenas se veía la luz de mediodía.
No fue eso lo que más le sorprendió, fue el abrupto silencio de los animales e insectos que lo habían acompañado toda la travesía. La calma era total. Lo único que sintió fueron los latidos de su corazón y hasta creyó oír los de Tshumi, más lentos y profundos que los suyos, reverberaban. Así, lentamente, fueron deslizándose en esa agua espesa y negra como petróleo. Frank mantenía los ojos bien abiertos tratando de distinguir lagartos pero nada se movía excepto el remo de Tshumi. De pronto oyó una voz lastimera, un quejido del alma tan contenido y triste como si lo hicieran a escondidas. A veces parecía un suspiro doloroso, un decirse a sí mismo: ay pena.
-Cerca estamos -dijo Tshumi remando con fuerza hacía un inmenso árbol caído en la orilla-. Ya deben saber que hemos llegado -añadió-. Ahora hay que esperar.
Frank se mantuvo alerta a cualquier movimiento o sonido extraño, pero nada sucedía. La espera se hizo lenta. Sin dejar de tener sus dedos listos, se entretuvo pensando en las extraordinarias fotos que publicarían las mejores revistas y periódicos del mundo entero dando crédito de a su intrépido autor, él.
Por fin aparecieron tres selváticos. Se parecían a Tshumi sólo que pintados y desnudos. Sin miramientos le amarraron una soguilla a la cintura y lo llevaron a través de una selva enmarañada.
En las subidas, mientras dos de los indígenas lo jalaban de la soguilla, el más bajo lo empujaba por el trasero. Tshumi iba al final del grupo.
Pasadas algunas horas de caminata llegaron a la aldea donde lo esperaba el Anciano. Frank, por intermedio de Tshumi, explicó que era fotógrafo experto en saurios, familia a la que pertenecían los lagartos, y por eso tenía interés en visitar las cochas de esa zona. Sabía que esas cochas eran de difícil acceso y que para llegar a ellas necesitaba su permiso.
El Anciano, sentado en una estera, lo miraba con los ojos casi cerrados. Su pelo blanco le llegaba hasta los hombros. Niños y mujeres lo rodeaban en perpetuo movimiento. Los pocos hombres que se habían quedado en la aldea estaban quietos y serios.
Cuando el fotógrafo terminó de habla, el Anciano con un gesto ordenó que le dieran de comer. Frank devoró sin preguntar todo lo que se le puso adelante. Cuando acabó, el jefe sonrió levemente. Luego le preguntó por qué estudiaba al animal más idiota cobarde y desunido. Él prefería que su gente no conociera mucho sobre las costumbres del lagarto porque podían imitarlo.
- Es mejor que piensen como el jaguar -sentenció.
Frank pidió que Tshumi repitiese la traducción antes de contestar. Luego, ponderando bien las palabras, dijo que los lagartos que él había fotografiado en otras partes del mundo no correspondían a la descripción dada por el Anciano.
-En algunos casos son sorprendentemente inteligentes.
-Estamos hablando de otro animal -aseguró el Anciano.
Para salir de dudas, Frank sacó de su mochila varias fotografías y se las enseñó. Él, con la ayuda de una lupa que también le dio Frank, examinó cuidadosamente cada una de ellas mientras oía el nombre y la región.
-Este se llama cocodrilo, es de África, este del Asia, este otro de Indonesia, este de aquí, el que se parece más al lagarto de estos lugares, es el caimán de Estados Unidos.
-¿Cuál es el más inteligente? -preguntó el Anciano.
-Sin duda el de Estados Unidos -respondió Frank-.Nunca pasan hambre.
Antes de que vengan las sequías y bajen los niveles de los pantanos de Everglades, cavan pequeñas fosas donde se empoza el agua. Allí se quedan peces y sapos, allí también tienen que acercarse los animales arriesgando sus vidas para poder beber. No tienen otra alternativa: el caimán norteamericano controla el agua.
El Anciano se quedó pensativo. Luego dio permiso a Tshumi para que lo llevara a pasar la noche a la cocha más cercana.
-Mañana hablaremos y usted verá que el lagarto de aquí es tonto y cobarde, le dijo al despedirse.
Frank se quedó intrigado.
Siguiendo las instrucciones de Tshumi, Frank se frotó con barro para evitar ser olfateado por los animales y fue obligado a llevar sólo lo indispensable. A regañadientes dejó la mochila, tomó varios carretes y la cámara con zoom.
El trayecto puso a prueba su renombrada resistencia. Sentía que los latidos de su corazón retumbaban en las sienes. Las piernas le pesaban, sus brazos caían extenuados. Finalmente avistaron la cocha. Tshumi lo ayudó a encaramarse a un árbol y pasar de uno a otro hasta llegar al borde de la laguna.
Frank no supo cuánto tiempo pasó arriba. Al salir la luna, la cocha quedó iluminada como un estadio de fútbol. Las orillas estaban repletas de lagartos de todos los tamaños. Retozaban alegremente acompañados por un concierto selvático insuperable de sonidos, trinares, silbidos, aullares, zumbidos, que se interponían y sucedían tan armónicamente como si fueran dirigidos desde la estrellas. Una perfumada brisa refrescaba el ambiente.
En medio de tal éxtasis oyó el primer rugido del jaguar. Venía de la profundidad de la selva. El revoloteo y chillidos de espanto de los animales cambió el escenario. Al segundo rugido cundió el pánico. De las ramas más altas de su árbol saltaron unos monos encima de Frank quien, al tratar de asirse bien a la suya, vio caer su cámara fotográfica encima de un lagarto, el más grande. .
Cuando el revuelo de la selva empezó a alejarse, Frank notó que ningún lagarto se había movido. ¡Estaban paralizados! Ni siquiera el que recibió el golpe de cámara había reaccionado. Parecían tallados en granito.
El rugido del jaguar se acercó. Frank se quedó inmóvil. Cuando lo vio contuvo la respiración... Era enorme, su rojiza piel salpicada de manchas oscuras brillaba al resplandor de la luna. El jaguar caminó sobre los lagartos hasta alcanzar el agua. Bebió, metió la cabeza y la sacudió. La gotas creaban un tul que descendía lentamente. Repitió el movimiento varias veces como si le gustara. Todo esto lo hacía parado sobre las cabezas de los lagartos, que no se atrevían a mover su cuerpo.
Satisfecho, el jaguar retrocedió unos pasos y observó con detenimiento lo que pisaba. Escogió un lagarto y lo volteó con sus zarpas. La víctima con la patas arriba no se movió.
El fotógrafo contuvo su aliento. ¡Todo sucedía bajo su rama! Con los ojos desorbitados pudo ver el contraste de la blancura azulada de la panza del lagarto con el gris rugoso de las espaldas de sus compañeros.
El jaguar rugió antes de dar un tarascón en la raíz de la cola, arrancándole un pedazo impresionante. El lagarto ni se quejó. Después escogió un segundo lagarto mientras que la primer animal se desangraba en silencio. Era más pequeño, tendría dos metros. A este le dio un par de mordiscos y lo dejó. Luego reparó en uno grande, el mismo que tenía en la cabeza la máquina fotográfica. No pudo voltearlo en los primeros intentos. Molesto, dio un par de rugidos. El lagarto seguía pegado al fango. Entonces el jaguar empujó a los que estaban junto y, parándose a un costado, lo jaló con sus dos zarpas hacia él, llegando a ponerlo de lado. Frank en ese momento vio que su cámara se fue a pique. La fiera no cejó hasta que el gran lagarto quedó totalmente de espaldas y allí, furioso, no lo mordió sino que le desgarró la panza extrayéndole las vísceras, enredándose a veces con ellas. El lagarto resistió el martirio sin quejarse ni moverse.
Cansado, el jaguar regresó al agua. Se lavó las patas y la cara, bebió y se fue tan tranquilo no sin antes dejar de escapar un rugido atronador de despedida. Los lagartos siguieron paralizados. Sólo cuando un rugido se hizo lejano fue que se metieron resoplando al agua y comenzaron a pelear entre ellos dándose frenéticas dentelladas que dejaban horrorosas mutilaciones.
Cuando Frank se fue a despedir del Anciano, le dijo en un tono resignado y triste:
-No pude tomar fotos, pero la escena la llevo grabada en mi mente. Tenía usted razón, el lagarto de aquí es cobarde e insolidario. -Dígame -le preguntó el Anciano-, ¿hay jaguares es Estados Unidos? Al oír que la respuesta era negativa, el Anciano comentó: - Entonces esos caimanes son iguales a nuestros lagartos: sólo falta alguien que les ruja.
Herbert Morote |